El ascenso social a partir del mérito podría significar mayor calidad democrática, pero esta práctica puede ser un atentado a la igualdad de oportunidades
Hablemos de meritocracia: de lo que se supone que es y de lo que realmente es. Estamos ante un asunto más controvertido de lo que parece. Dos casos mediáticos recientes, uno mexicano y otro en el vecino del norte, nos van a servir para iniciar la discusión. Por un lado, se han cuestionado las designaciones del nuevo gobierno mexicano de personas que no contaban con la formación académica adecuada para ocupar puestos en la administración federal. Por otro lado, en Estados Unidos se ha desarticulado una red de sobornos utilizado por familias ricas, algunas de ellas celebrities de Hollywood, para que sus hijos accedieran a universidades de élite como Yale o Stanford.
Para la teoría política, la cuestión relevante es que, en ambos casos, se ha denunciado que estos escándalos entrañan un escarnio para la “meritocracia”, lo que, a su vez, sería un obstáculo para el buen funcionamiento de la democracia al extender la desconfianza en sus instituciones. En estas denuncias deberíamos detenernos, ya que se da por sentado que tendría que existir un vínculo inherente entre meritocracia y democracia.
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