¿Nos tomamos un café? Seguro. ¿Quieres ser padrino de mi hijo? Claro. ¿Te platico de mi nuevo proyecto? Me encantaría. La culpa, la pena, el miedo a quedar mal… Siempre va a haber algo que te orille a decir que sí. Pero, ¿qué crees?, decir que sí a todo te está matando por adentro. Trabajas en exceso, te preocupas de más por tu familia, tus amigos abusan de ti… Eventualmente empiezas a resentirlos y en una de esas explotas. O no. Y acabas viviendo de forma miserable diciendo que sí a todo por el resto de tus días. Esa palabra de dos letras está llena de poder y es hora de que empieces a utilizarla.
El miedo a que te juzguen, la pena, “¿cómo le voy a decir que no?”; el no querer decepcionar a los demás; la culpa del “qué te costaba” y así, miles de excusas. De ahí viene ese sí directito que contestas casi en automático cuando alguien te pide algo. Así, sin pensar que quizá te estás fallando a ti mismo por cumplirle a los demás. Siempre hay un “no” que se te atora en la garganta y lo que acaba saliendo de tu boca es “sí, claro”. Es una sensación horrible, y el cuento que te dices de que tooodo lo haces por buena onda y que eres cero egoísta es una mentira.
Muchas veces decimos que sí por querer estar en todo, por tratar de ser la hija perfecta o por evitar enfrentarnos con nuestros propios demonios. ¿Tú por qué lo haces?
RAZONES PARA DECIR QUE SÍ
Por complaciente. Siempre pones a los demás antes que a ti mismo, te encanta ayudar (y que todos sepan que lo hiciste).
Para evadirte. Te fascina verte ocupadísimo, entre más atascada tu agenda, mejor, así no piensas en lo que realmente te preocupa.
Por miedo a las confrontaciones. El sí es el camino con menos resistencia y conflicto, así no pones en riesgo tu relación con el que pide y pide.
Por ego. Te sientes importante cuando los demás te invitan o te consideran para algo.
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