Si nos vamos a sentar a mentirnos unos a otros, pues mejor que cada quien se quede en su casa.
Crecí en una familia en la que todo se habla, todo se verbaliza; los trapos sucios se lavan donde se ocupe y, claramente, no hay una huella de vergüenza por ningún lado: todo es abierto. Si hay que gritar, se grita; si hay que confesar, se confiesa; y si hay que meterse en la vida del otro para opinar y salvarlo del precipicio, pues ¡también! Es sumamente liberador e íntimo. Entre mi entorno familiar y mi propia personalidad era casi imposible que yo fuera de otra manera, y sí, una de mis virtudes es también uno de los grandes riesgos que corro todo el tiempo: ser demasiado transparente.
Yo amo a la gente auténtica, abierta, la que no se apena ni se achica por nada y de nada. La gente que abiertamente acepta, habla y se carcajea de todo lo que son y no son, para bien o para mal.
No concibo sentarme enfrente del micrófono ni de una hoja en blanco y no compartir mi verdad, hablar de “mis cosas” —para lo que sea que le sirva a alguien más—, carcajearme y equivocarme por doquier, sin miedo. ¿Que si soy demasiado confiada? Cien por ciento. ¿Que me he llevado santas sorpresas? También. ¿Lo cambiaría? CERO, NUNCA.
Miren, no puede haber intimidad emocional con tu gente cercana (cuentahabientes incluidos), si uno no se muestra tal como es. Y si yo no me compartiera de a de veras —y compartirme es de lo que más me mueve—, entonces sería una absoluta pérdida de tiempo para mí y para quien me escucha y me lee. Compartir nuestras experiencias con los demás es el mejor regalo. Lo contrario sería una contradicción. Fingir tener la vida resuelta, que nada nos ha costado trabajo, que no hemos tenido fracasos o que somos perfectos, ¡NO HAY FOR-MA!
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